viernes, 28 de octubre de 2016

´Cuidado de sí`, de la estética y la ética a nuestros días

      A lo largo de la historia, hombres y mujeres han vinculando bienestar y felicidad a sus particulares miradas sobre lo real. Miradas a partir de las cuales han intentado desarrollar principalmente las actitudes y habilidades -no tanto las herramientas- necesarias para transformarse, solos y grupalmente. Esto porque en el fondo siempre ha habido modelos antropológicos que seguir. Modos a partir de los cuales construir la subjetividad, es decir, las formas de percibirse, representarse y accionar los sujetos humanos. Todo ello mediante procesos sociales en los que se ha ido de conquista en conquista, cuantitativamente de menos a más. Ya fuera desde la necesidad y el imperativo del cosmos o la divinidad, o desde la decisión autónoma del sujeto. Por tanto también, unos modelos y procesos que históricamente han significado la presencia del inevitable juego de los tres objetos filosóficos de siempre: el cosmos, la divinidad, el hombre.
      De este modo, aunque nuestra aproximación al ´cuidado de sí` tenga su origen más inmediato en los cuestionamientos que desde finales del siglo XIX se han hecho a la razón representativa kantiana y a la razón especulativa hegeliana (formas de la razón instrumental moderna), por imperio de los mismos debemos revisar todos los accesos posibles al mundo de lo ´humano`. De donde la necesidad de remontarnos tras los aciertos y desaciertos con los que históricamente hombres y mujeres han construido su propia trayectoria de ´cuidado`. Detenernos solo en aquellos factores psicológicos, existenciales y espirituales (la angustia, el amor, la tentación, la muerte, la seducción, la debilidad, el miedo, el deseo, etc.) que primeros existencialistas, maestros de la sospecha y filósofos del lenguaje convirtieron en variables lícitas para la comprensión de lo humano, no sería suficiente. Debemos ir más allá. Como decíamos, tras las actitudes y habilidades que cada modelo histórico-antropológico intento plasmar en relación a la construcción de la subjetividad.
      Comencemos. En la Antigüedad Clásica, las necesidades surgidas de la propia fragilidad natural, hicieron que la determinación del cosmos se vinculará a ideales como el equilibrio, la virtud y el autodominio. Ideales tras los cuales, más allá de épocas, contextos y doctrinas, es posible ver como los elementos individuales y colectivos desde los que construir la subjetividad -al menos la de los ´hombres` que cuentan- guardarían un cierto equilibrio, yendo de lo estético a lo ético. Con todo, los logros del mundo antiguo en torno al juego parresiástico, en parte heredero de la honestidad sapiencial más remota, quedará trasmutado, y en cierto sentido oculto, tras el peso del imperativo divino judeo-cristiano y la posterior llegada del Medievo. De este modo, la parresía filosófica desarrollada por las escuelas helenísticas, con sus tres aprendizajes ascéticos, terminará por supeditarse completamente a una eticidad signada por el más allá del mundo.
      En efecto, aunque vida y muerte seguirán siendo el terreno desde donde aprender a cuidarse, con el cristianismo, el amor a desplegar en la vida, no será respecto a la sabiduría, sino respecto a la bondad en tanto condición para la retribución eterna. La ansiada sabiduría pagana, solo asequible en la vida solitaria de unos pocos: los filósofos, es reemplazada por una acción humana ideal: la de la bondad, dudosa por cierto, pero más generalizable diría Arendt. Todo, porque ante la vida y la muerte (dada la contundencia de la verdad cristiana sobre la vida eterna) la actitud a fomentar no será la de la inmortalidad terrena, la del pensamiento, sino la de la unión con Dios. Deificación que hará que la mayoría de los hombres vivan como almas sin cuerpo, privilegiando (desde un cierto platonismo ideológico) una comprensión de la realidad más iconográfica y gestual, que metafórica e interior. En contrapartida, unos pocos: los monjes, harán de la atención a uno mismo y de la impasibilidad, de la ausencia de preocupaciones y de la paz del alma, las formas de un único empeño: huir del cuerpo para orientar todo hacia lo inteligible y trascendente. Una radical opción por la vida eterna que determinará toda la andadura interior y espiritual medieval y moderna.
      Tanto, que el monacato nunca logrará que las prácticas del yo por él custodiadas, adquiriesen en el espacio secular el sentido que en la sociedad tardo-clásica habían poseído. De modo que, en una sociedad plenamente persuadida del contraste entre los mundos corporal y espiritual, e incapaz de razonadas matizaciones, la vivencia de la vida vino a quedar absorbida por la vivencia de la muerte y el después de la muerte. Con todo, en su amanecer, la Modernidad, con la emergencia del Humanismo y el Renacimiento, tendrá más que ver con el humanismo cristiano del primer milenio, que con el naturalismo secularista en el que desembocará después merced a las transformaciones científicas de los siglos XVI y XVII.
      Aún así, puesta la consciencia moderna en el camino de la autonomía, el proceso posterior se tornará irrefrenable. En efecto, el deseo progresivo de constatar las posibilidades de la libertad individual -despierta ahora del sueño de la fe puramente ideológica- y el alcance del dominio de la naturaleza abierto por las ciencias positivas, determinarán que la distinción entre hombre y mundo se acentúen más y más. Tanto, que se llegará a producir lo que Arendt más tarde calificará como la ´alienación del mundo`. De este modo, el enfrentamiento entre consciencia y realidad devino en la conversión de ésta en imagen y del hombre en sujeto. Quedando ambos enlazados por la representación, es decir, por una cuestión si se quiere metodológica. ¿Cuál? Pues la de garantizar la máxima objetividad posible ya que en última instancia la realidad no sería más que un orden lógico construido desde la propia consciencia humana. A esta aspiración de control y conquista de lo real responderán la distinción que Descartes exigirá a las ideas, pero también la seguridad de las ciencias positivas que Kant buscará para la filosofía o la pretensión de Hegel de alcanzar un saber absoluto.
      Paradójicamente, esta radicalización de la subjetividad convertirá a la naturaleza en un caos material necesitado de control, desarraigando al propio hombre del mundo real; mundo al que a su vez debe dar sentido y legalidad. De ahí las grandes construcciones políticas, sociales y éticas de la Modernidad -construcciones de las que aún somos herederos- y la doble tensión en la que ha quedado atrapada hasta hoy la propia subjetividad. La tensión de disolverse en el magma de los condicionamientos que atraviesan lo humano y la de, como libertad sin límites ni fines, convertirse en coartada para nuevas formas de control. Por eso, como dirá Heidegger: ´afirmar la subjetividad a expensas del mundo no ha sido algo accidental… ha sido un comportamiento auténticamente patológico`. Precisamente el comportamiento que permitirá caracterizar a nuestros tiempos posmodernos como los de la muerte del sujeto. Así, mientras la subjetividad lo cubriría y explicaría todo, el sujeto humano concreto se disolvería en grupos, condicionamientos y determinismos… con lo cual, la apoteosis de la primera no traería más que el vértigo del desarraigo definitivo.
      Un vértigo que de Nietzsche a Foucault, quedará recogido en la critica a lo que Innerarity y otros autores denominan el ´sueño antropológico`, antítesis del ´sueño dogmático` del que la Modernidad pretendió infructuosamente salir. De ahí la actualidad de las palabras de Nietzsche: ´a todos los que aún plantean cuestiones sobre lo que es el hombre en su esencia, a todos los que quieren partir de él para tener acceso a la verdad… [pero] se niegan a mitologizar sin desmitificar… pensar sin pensar inmediatamente que es el hombre quien piensa, a todas esas formas de reflexión torcidas y deformadas, sólo cabe oponer una risa filosófica... es decir, en cierto modo, silenciosa`.
      Palabras que nos devuelven a una imperativa necesidad. La de reencontrarnos con un saber cuyo sentido y valor, para ser y salvar lo más humano de lo humano que nos sea posible, no caiga una vez más en la coartada de falaces antropologizaciones. En medio del naufragio, nos toca reconstruirnos solo mirándonos en los espejos rotos que nos quedan.