Decíamos hace poco, que en el surgimiento de la filosofía
moderna nos encontramos con la radicalización de unas posibilidades ya abiertas
por el pensamiento medieval: la centralidad atribuida al hombre, su
irreductibilidad respecto a la naturaleza y la consiguiente relativización del
mundo. De ahí que los humanismos renacentistas significasen en buena medida una
vuelta al cristianismo del primer milenio: más platónico que aristotélico, más
dialógico que dogmático. En el fondo, una fuente que por no ser en principio ni
naturalista ni secularista en sentido absoluto, habría permitido un desarrollo diferente
del pensar naciente.
Sin embargo, la historia fue otra. En efecto, el deseo progresivo
de constatar las posibilidades de la libertad individual -despierta ahora del
sueño de la fe puramente ideológica- y el alcance del dominio de la naturaleza abierto
por las ciencias positivas, determinaron que la distinción entre consciencia y
mundo se acentuara más y más. Tanto, que llegó a producir lo que Hannah Arendt más
tarde calificara como la ´alienación del mundo`. Una mengua del valor
intrínseco de lo real profundamente novedosa dado que la mencionada distinción ni
fue la de la vieja subordinación platónica de la materia a las ideas, ni la
cristiana de lo sensible al espíritu.
De este modo, el enfrentamiento entre la consciencia y el
mundo devino en la conversión de este en imagen y del hombre en sujeto.
Quedando ambos enlazados por la representación, es decir, por una cuestión si
se quiere metodológica. La de constituir y garantizar la máxima objetividad
posible ya que en última instancia la realidad no sería más que un orden lógico
construido desde el propio hombre. A esta aspiración de control y conquista de
lo real responderá la distinción que Descartes exige a las ideas, pero también la seguridad
de las ciencias positivas que Kant busca para la filosofía o la pretensión de
Hegel de alcanzar un saber absoluto.
En síntesis, una radicalización de la subjetividad que a la vez que convierte la naturaleza en un caos material necesitado de control, desarraiga al propio hombre del mundo real; mundo al que debe dar sentido y legalidad. De ahí las grandes construcciones políticas, sociales y éticas de la Modernidad de las que aún, para bien y para mal, somos herederos...