Decíamos hace poco, que los ejercicios y temáticas
espirituales con que las escuelas filosóficas de la Antigüedad tardía buscaron el
cuidado y la transformación personal, pueden circunscribirse a tres aprendizajes
[Hadot]. Tres apuestas vinculadas, decíamos también, a un sentido de
interioridad integral que iba desde el plano subjetivo al ético [Foucault]. Ya
a través del replanteamiento no tanto de lo que la vida pudiera ser, sino de cómo
mejor vivirla; de donde el encauzamiento de las pasiones. Del diálogo como
práctica de autobservación crítica y contrastada, es decir como camino de
autoaceptación ante la propia imperfección. Y finalmente, desde el reflexionar
sobre la propia muerte. Muerte que en una cultura ajena a la idea de eternidad,
está más asociada a las conocidas e intuidas potencialidades del intelecto (de
ahí la eventualidad de la no mortalidad de este) que a la certeza de la
sobrevida personal tras la muerte.
Con esto se encontró el cristianismo. Y aunque sería
necesario analizar, para entender su final implantación hasta en los confines del
Orbe Imperial, los elementos internos
y externos que coadyuvaron a su paradójico desarrollo, vamos a detenernos,
sumariamente, en los estrictamente vinculados con la evolución del autocuidado.
Tenemos entonces, que el planteamiento helenista recibió por parte del credo
naciente, no tanto una resolución clara acerca de lo que la vida de suyo fuera,
sino una cierta precisión acerca de cómo vivirla y lo que ello supondría (en
tanto retribución prometida y cumplida en Cristo) tras la muerte. De este modo,
la bondad como acción humana ahora mandada y la vida eterna como premio a lo
anterior, determinaron -en medio de un contexto general de incertidumbre vital
y espiritual- el punto hacia el cual viraron las herramientas del yo de las
prácticas filosóficas.
Así, vida y muerte seguirán siendo, por entendernos, el
terreno desde donde aprender a autocuidarse. Pero ahora, a
diferencia de griegos y romanos, el amor a desplegar en la vida, no será
respecto a la sabiduría, sino respecto a la bondad, a las buenas acciones. Y la
actitud a fomentar ante la muerte -dada la contundencia de la verdad cristiana de
una vida individual imperecedera en el más allá- no será ya la de lograr la
inmortalidad terrena, la del pensamiento. ¿Para qué, ante la anterior promesa? Sentido
y fin del autocuidado por tanto se trastocan. La ansiada sabiduría pagana,
solo asequible en la vida solitaria de unos pocos: los filósofos, es
reemplazada por una acción humana ideal: la de la bondad, dudosa muchas veces, pero más generalizable [Arendt]. De hecho, para los cristianos es en la soledad que
se abre a Dios donde deberán resolver aquello de ´que su mano izquierda no sepa
lo hecho con la derecha`. Los elementos para huir de lo público están servidos,
la fuga mundi a la vuelta de la
esquina… Pero con esto, continuamos en breve.