La semana pasada, al poner sobre el tapete las condicionalidades
con que históricamente revestimos nuestro uso de la razón, no buscábamos
una reconstrucción arqueológica del asunto. Por el contrario, queríamos revisar
aquellos enfoques y usos, acertados y limitados a la vez, con que precisamente
la razón fue aplicada siglo tras siglo sobre las expectativas, acciones y
evaluaciones de hombres y mujeres. Enfoques y usos sobre los que
inevitablemente deberemos parapetarnos a la hora de, en nuestra condición
posmoderna, intentar articular una racionalidad que nos sea realmente
significativa y saludable.
Dos hechos -al modo de síntesis sumarísimas- señalábamos
entonces. Por un lado, el recurso al asombro y la veneración que hicieron
antiguos y medievales al momento de
vertebrar su propia racionalidad. Por otro, el recurso a la duda como punto de
partida de los procesos de racionalización encarados por los modernos. Hechos evidentemente siempre solapados a lo largo de toda
indagación o posibilidad asumida desde lo racional, pero hechos que
históricamente determinaron resultados muy diversos. La jerárquica cerrazón metafísico-teológica
en el caso de los primeros; la instrumentalización de la vida a partir de la
incontrolable dinámica de la acción y el crecimiento en el caso de los
segundos.
Por eso a nosotros, desencantados de aquel asombro y de
aquella duda, nos tocará resignificar -más que recuperar- la tensión utópica de
una y otra síntesis. A saber, el encantamiento de lo real, del mundo y de lo
divino, pero también el uso público de la razón, de modo que vuelva a ser capaz de develar
los mecanismos de la alienación, fueren los que fueren. Estas dos tensiones son las que, en lo
que va de finales del siglo XIX a nuestros días, por activa y por pasiva -desde
la sospecha a la teoría crítica- han sido sistemáticamente demandadas en aras
de liberar a individuos y sociedad de la reinante cosificación económica,
política, cultural y subjetiva que nos toca. Un reclamo que, diverso pero
continuo, de Marx a los posestructuralistas, pasando por Nietzsche, Freud, los
frankfurtianos o los neomarxistas, coincide en un punto: en la necesidad de
recuperar el mundo de la vida.
De este modo, sí pensásemos en nuestra sociedad en términos de Sociedad de la
Información, tal vez tengamos que conceder razón a Habermas cuando aboga por lo
discursivo como vertebrador de una racionalidad que, más que enterrar la utopía
emancipadora de la Ilustración, la reubique más allá de la nefanda razón
instrumental. En efecto, una razón capaz de liberar a la comunicación humana de
las distorsiones a las que la razón meramente instrumental -capitalista y
burocrática- nos ha sometido, aunque sea
ardua de implementar, constituye la única posibilidad de equilibrio en un mundo
de interacciones tan complejas como el globalizado. Solo la razón discursiva, critica
y sopesada, hará posible establecer acuerdos validos y fiables, generadores de
comprensión y acuerdo.
Asombro, veneración y duda, hallarían
ahora en la razón discursiva, el freno a sus consabidos excesos. Quizá sea esta
la mejor racionalidad que podamos darnos… con todo, la tarea está por realizar.